El sol ha amado siempre a las montañas
El sol que ha amado a las
montañas por siglos
ha extendido sus brazos
día a día para alcanzarlas,
trasciende con su luz la
infinidad oscura,
atraviesa la negrura de las puertas del vacío.
La estrella amarilla que
guarda en calor a los planetas
quiere besar a las
montañas entre nubes y tormentas,
camina la distancia
interminable a cada instante,
llega, siempre llega, sin
quebrantarse entre las cruces que la atraviesan.
La imponente fuente de
vida se vierte sobre la sombra que devora,
mas pelea por los picos
que le llaman, por los brotes verdes,
por las ramas que se
contorsionan a su espera,
no fallará, entre grises
cielos y lúgubres tinieblas aquella jamás se eclipsa.
¡Cuán grande es el amor
del sol por las montañas!
tal que aquel se riega
inagotable sobre la atmósfera de resistencia que las cubren,
tal que persigue sus
cantos silenciados por la noche, y llega en su auxilio,
¡Cuán amadas se sienten
las montañas por el sol!
Tan inmenso que les
brinda su caricia más suave, su presencia más tierna,
pues son tan débiles
aquellas montañas, o quizá,
es tan inimaginable la
grandeza vital de aquel sol,
que Él mismo sabe que un
solo toque de su mano basta.
Cuán emocionada me he
sentido yo,
cuando estando en mi
habitación sentada,
he sentido un toque dulce
en mi ventana:
música tan antigua como
el amor de aquel a las montañas.
Ha entrado como un rayo
mi gran amado,
ha cruzado toda la oscuridad
infinita de las puertas del Hades,
ha trascendido la
superficie escamosa de mi piel,
ha extendido sus brazos
sobre mis huesos rotos que lo lastiman.
La luz se levanta
victoriosa sobre la noche,
las montañas se abren
ante el Buen Sol que las ha amado,
el llamado del rayo jamás cesa, ni la búsqueda de la llama se detiene,
el fuego que no se
consume ahora vive en mí.