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Cuántas miles de últimas veces
habremos vivido, y sin embargo, sólo es la conciencia de ellas la que nos
espanta. Las últimas veces, solemos creer, son memorables, hitos en una historia,
en la nuestra. Marcan el fin y al mismo tiempo nos avisan el comienzo de algo,
dejan aparecer un nuevo estado de cosas. Incluso en el paisaje los finales se
nos revelan como algo digno de contemplación. El atardecer ha sido inspiración
de poetas, incontablemente retratado, y sobre todo admirado con un fervor
extraordinario. Lo mismo sucede con el amanecer, por ser el fin de la noche o
quizá, por ser el comienzo del día. Un ciclo perpetuo de puntos y de nuevas
letras mayúsculas naciendo sin cesar sobre el horizonte del mundo. Entonces,
tal como el nacimiento y la muerte nos rigen en cuanto humanos, fines y
comienzos rigen nuestra historia y, asimismo, nuestra conciencia.
No es de extrañar el
llanto con la partida de un ser amado como tampoco es de extrañar la alegría
que trae consigo el final de la guerra. Los finales son sellos en la memoria.
Cartas que debemos terminar para comenzar otra. Nos abrazamos a la incertidumbre
de la transformación y dejamos de mirar atrás poco a poco. Es un proceso lento.
Porque a pesar de regirnos por principios y finales, por el nacimiento y la
muerte, queremos estirar un poco más el tiempo, traer los recuerdos al
presente, mezclar la memoria con la experiencia vívida, y yo quiero pensar que
lo logramos. Nos volvemos seres cronológicamente amorfos. Es ese esfuerzo por
no dejar ir, por traer de vuelta frases anteriores -aunque jamás lleguen a
plasmarse sobre el papel en el que ahora escribimos- lo que nos vuelve un yo completo -al menos para cada uno de
nosotros. El tiempo nos fragmenta y nosotros mismos nos cosemos.
El dolor, la felicidad,
la emoción, la melancolía que experimentamos son expresiones de la conciencia de
la división. Y a pesar de que anhelemos o no esa ruptura, igual nos estremece,
nos conmueve, nos empuja al movimiento para hallarnos en un lugar donde somos
seres nuevos de alguna u otra manera que usualmente no conocemos con exactitud
pero que efectivamente reconocemos. Afortunada o desafortunadamente somos otros y en el nivel más básico, es la
memoria la que decide si hemos de anclar el final que acabamos de presenciar al
fragmento de tiempo en el que ahora flotamos. Luego, quizá, será algo más
propio de los hechos que de nuestra voluntad. O bien se nos absorbe en el medio
actual, con gran entusiasmo o con gran tristeza, o bien, la división se
disuelve poco a poco en un mar homogéneo. Sin embargo, decidamos lo que
decidamos, vivamos lo que vivamos, permanecen cada final y cada comienzo como
señales imborrables de lo sucedido. Son cicatrices que despiertan cualquier
clase de emociones y que no son fáciles de ignorar.
Así las cosas, siendo hoy el último día del
año, muchos (pues no me quiero arriesgar a decir que todos) somos tocados de
alguna manera, incluso los más indiferentes con la fecha. Mañana quizá aparentemente
seamos los mismos, pero hoy estamos haciendo un esfuerzo interno por dar el
salto a otro fragmento, y quiero pensar que eso es lo que nos hará diferentes. En
esta época nos abalanzamos a la ruptura, y quizá no lo logremos, pero nos
seguimos refugiando en el deseo por una nueva posición, seguros de que
garantizará el cambio. Ese deseo es digno del régimen del tiempo, obedecemos
porque creemos fielmente que estas coyunturas, que finales y comienzos, son
oportunidades para ver una belleza inconmensurable en nuestras vidas, en
nuestra historia. Hoy festejamos, lloramos, huimos, tememos, porque somos conscientes
de que es la última vez de algo. Hoy corremos, o caminamos indiferentes, o nos
arrastramos sin fuerzas hacia un nuevo cielo. Todos con la esperanza de que quizá
traiga consigo los naranjas y los rojos del atardecer, o los lilas y los rosas
del amanecer. Miramos por la ventana deseando -a gritos, en secreto, o hasta
sin siquiera saberlo- que esos colores sean los únicos que inunden todo nuestro
día. ¡Ojalá así fuera!
Y bueno... ¡Feliz año!