Mi hermana Angelita
Nací 23 años después que Angelita. Ella falleció el año pasado, una semana antes de mi cumpleaños 24. Es extraño y doloroso pensar que solo compartí con ella la mitad de su vida. En un azar del tiempo, la edad en la que ella recibía a una hermana fue la misma en la que yo me despediría de ella.
Nuestra casa siempre ha estado llena de álbumes de fotos y recuerdo que, desde niña, esa se convirtió en una de mis formas favoritas de acceder a un pasado familiar del que yo no hice parte, pero por el que siempre me sentí curiosa y encantada. Hace poco volví a revisar ese archivo inmenso de fotografías que, en su mayoría, son de esa época en la que eran solo ellos cuatro: mi mamá, mi papá y mis dos hermanas. Allí me volví a encontrar con Angelita.
Desde que Angelita no está, cuando la pienso, las imágenes de ese pasado en el que yo no estuve se entremezclan con las memorias de los momentos que vivimos juntas. Cada vez con más frecuencia, tengo la sensación de haber estado en esa mitad de vida que me faltó vivir con ella. Siento que la vi siendo una bebé, yendo a su primer día de colegio, lanzándose por un rodadero, saltando con nuestra mamá, nadando en la piscina, celebrando sus 15 años, jugando con nuestro papá, viajando con los abuelos, bailando con nuestra hermana Lili. Veo una y otra vez las fotos y me atrevo a pensar que era yo quien estaba detrás de la cámara o, más bien, que era yo la cámara que tomó esas fotos. Me permito imaginar que fui el lente que la observó en esa primera mitad de vida, que la cámara fue el ojo por el que la conocí durante sus primeros 23 años. Pero incluso en ese juego entre la imaginación y la memoria, no cesa la sensación de que nos faltó tiempo.
Con estas fotos, miro una vez más a mi hermana, la celebro, la extraño, la quiero, la honro, y creo que, a través de ellas, Angelita también me mira de vuelta.




