Septiembre (o sobre cómo aprender a despedirse)

 
Las personas son puertas. A veces están de par en par como si anticiparan nuestra llegada. No hace falta siquiera entrar para notar desde la distancia lo que nos aguarda allí adentro. Desde afuera algo nos llama, nos convoca, nos repele o nos asusta. Hay otras que están tímidamente entreabiertas. Salen sombras y luces por el espacio que dejan al descubierto. A diferencia de las primeras, en las que parece legítimo entrar a brincos o huir a zancadas, estas requieren compostura. Quizá hay que tocar un par de veces o entrar dando pasos pequeños y sigilosos. Esta experiencia se parece a la de transitar a tientas el largo pasillo de una sala de cine o a la de entrar a una iglesia completamente vacía en la que cada movimiento puede ser un estruendo que irrumpe un silencio sagrado. Lo curioso es que una vez allí dentro, pasando la extensa o pequeña antesala, esa solemnidad se suele hacer pedazos. En efecto, el hielo se ha quebrado. Entonces nos encontramos con toda la música, los ecos, los gritos, las risas, los llantos, los secretos, las memorias y las quejas que se escondían detrás. Pero también las hay llenas de cerrojos. En estos casos, toma tiempo, atención y paciencia ganarse la entrada. Hay que quedarse sentado a su vera esperando a que nos deslicen una llave, nos dejen una nota o nos hagan una advertencia. La esperanza se convierte en el sonido de un candado abriéndose y la emoción en el chirrido de la madera que se arrastra por el piso cuando se desbloquea la entrada. Mientras tanto, entre la ansiedad y la calma, esperamos a que nos abran anclados a la confianza de que hay algo allí dentro que merece ser visto, descubierto, amado o admirado. Una vez hemos entrado podemos recorrer los espacios que antes ignorábamos o que, incluso, nos eran prohibidos (la maravilla de descubrir al otro). Una vez estamos dentro también llega el momento de decidir si daremos solo un par pasos, si tomaremos una silla, si instalaremos una hamaca, construiremos una cama o hallaremos la salida.

Me entusiasma entrar por las puertas: las que están de par en par, las entreabiertas, las de los cien candados. Con cada una se abren incontables posibilidades para mí y para ellas. Mis pasos cambian su destino y, en retorno, sus rincones me ofrecen nuevos mundos. Mis papás son puertas que se esconden detrás de los telones del dolor, del trauma, de mi culpa y de mi tristeza. Mis amigos son puertas que sirven como desvíos cuando mi propia ruta es monótona, solitaria o desolada. Me encuentro con estas puertas en un lugar y, al atravesarlas, me dejan en otro más bello. Del llanto a la plenitud. Del miedo a la fe. De la duda a la certeza. De la ira al sosiego. De la vergüenza al amor. Paso por ellas, a veces rápido y a veces con parsimonia, pero siempre regreso. 

En ocasiones, sin embargo, las puertas no nos llevan a donde quisiéramos. Las atravesamos y, en un parpadeo, nos encontramos del otro lado, de uno dolorosamente inesperado. Una puerta al futuro nos puede dejar en un lugar del pasado que habíamos tratado de olvidar. Una puerta que parecía una promesa puede convertirse en un recuerdo nublado. Lo que parecía ser un escape puede dejarnos en la mitad de un laberinto o abandonados en un desierto. Hay puertas que desearíamos nunca haber cruzado, del mismo modo que hay otras en las que desearíamos habernos podido quedar. 

Para mí, renunciar a las puertas no es diferente a renunciar a vidas posibles. Perder puertas es perder caminos, puentes, pasadizos, hogares. Dejarles ir se siente como privarnos, a mí y a ellas, de oportunidades. He pensando que es por eso por lo que no me sé marchar. Me quedo ahí, en el marco, con la mitad de mi cuerpo adentro. Pongo el pie antes de que se cierre del todo. Me quedo incluso cuando creo que ya no hay nada para mí adentro, porque es más fuerte la esperanza de que algo bueno puede aguardarnos. Me quedo porque pienso que un buen día, aunque ese día no sea ni hoy ni mañana, esa puerta podría ser la única capaz de salvarme del silencio, del ruido, de la muerte, de la rabia y de la confusión. Pienso que, de pronto, una noche cualquiera, esa puerta estará anhelando que yo pase de nuevo por ella y yo querré saberlo pronto y no querré llegar tarde a nuestro encuentro. Me quedo porque no nos quiero negar lo que podríamos ser. Me resisto a irme, sobre todo, porque una vez nos hemos cruzado, no encuentro razón suficiente para desandarnos. No quiero renunciar a las puertas porque eso significaría que me rindo con ellas y –de esto estoy segura– todas merecen, si no la lucha, al menos la espera.

Yo soy una puerta de par en par. Ansiosa por la llegada de quienes pasan cerca. Una vez adentro, no quiero que se vayan. Les ofrezco, por eso, mi mesa, mi sala, mi terraza, mi cama.  Estoy de par en par para anunciar la bienvenida. Y aunque sea de las que se quedan en el marco de otras puertas expectante a que la vuelvan a llamar, soy también de aquellas que mantiene su apertura para la eventual salida. “Si yo fuera tú, me quedaría” –pienso siempre, con cierto orgullo, al mostrarles la salida y verlos marchar–. Cuando se han ido, hago duelo y guardo luto por las vidas que perdemos. Los hipotéticos hieren con la áspera imposibilidad de todo aquello que hubiera podido ser. Luego, me despido de esas que no seré y abrazo a las versiones tuyas que ya nunca serán. Acepto que seremos otros y que ni siquiera lo sabremos. Hiberno mientras sana y me alimento de recuerdos. Me dejo entreabierta por un tiempo –a veces por instantes, a veces por una corta eternidad– para honrar su partida. Hasta que una mañana, cuando me despierto, creo que es hora de levantarme de mi propio marco, abrir de nuevo y comenzar a olvidar.

Las personas son puertas y yo quiero una vida llena de aquellas a las que no tenga que renunciar.