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Recuerdo que desde mi niñez sentí una urgencia por escribir. Urgencia que, además, nació de una pesadez en las emociones que apenas descubría en ese entonces. Encontraba en mí, desde esa época, cierta sensibilidad dolorosa hacia el mundo que me hacía experimentar con irremediable trascendencia cada suceso. Me recuerdo una tarde de diciembre con no más de seis años, mientras la tarde caía sobre la montaña acalorada, entre lágrimas, pensando que aquel momento sería irrepetible. Creo que aquella fue la primera vez en la que me dolió el tiempo, en la que lo sentí como una daga sobre mi carne, como una pena que tendría que soportar cada segundo de mi paso sobre la tierra. Sin embargo, solo fue unos años después cuando ese hecho, es decir, aquella verdad infranqueable del movimiento lineal en el que nos desplaza el tiempo, me produjo frustración. Sentía, en mi adolescencia, que yo no era más que un puñado de recuerdos llenos de nostalgia. Sentía, también, que todo lo que tocaba la memoria estaba lleno de melancolía, de esa bilis negra y viscosa que solo deja atravesar ilusoriamente el pasado. No importaba cuanto viviera, todo estaba condenado a quedarse atrás. Todo lo que amara tenía la sentencia a vivir en el pasado, todos los sentimientos de hoy estaban atascados en algún ayer futuro, todo lo que pudiera ser estaba enclaustrado en el pequeño espacio de la memoria pues su lugar en el mundo del presente era pura fugacidad. 

Lo que más me causaba perplejidad, sin embargo, era algo muy trivial: yo estaría condenada a echar por la borda cada afecto del corazón y del alma –tan penetrantes como volubles– que me atreviera a cultivar; mi vida se podría resumir, por tanto, en un cautiverio dentro de un mismo punto –el del presente– donde se me bombardearía con emociones de las cuales solo podría ver su cadáver. Es por eso que escribir tomó la forma de antídoto: podía moverme con palabras entre mi corazón de ayer, mi corazón de hoy y mi corazón de mañana. 

La permanencia de los hechos, esto es, la unicidad de los acontecimientos materiales en el mundo no me inquietaba de la misma forma. ¿Qué es el atardecer de aquel día de diciembre sin todos los pensamientos que lo pintaban? Solo sería la llegada de la noche con colores, solo sería otra jornada de luz solar que cumple su horario. Lo que había que guardar, lo supe muy pronto, era esa música y ese color afectivo particulares que tenía cada instante presente: la melodía dulce y agitada mientras te besaba, el color verde con el que se cubría mi papá mientras me esperaba a la salida del colegio, la voz quebrada que me narraba cómo era el río, las percusiones que atestiguaban el descubrimiento de tus pequeñas mentiras, el piano desatado que tienen todos los caminos a casa, la voz ronca y la guitarra que se escuchan en medio de las cenas familiares. Pero no es de eso sobre lo que quisiera hablarte. Que por cierto, ya en este punto es necesario decir que te hablo a ti.

Te hablo –no te escribo porque eso requeriría de mí misma un esfuerzo del que ahora me siento incapaz– y transcribo mi voz en letras que de repente aparecen en la pantalla para permitirnos dialogar o, quizá, solo para lograr algo mucho más modesto: estos caracteres digitales nos regalan la remota posibilidad de que un día nos escuchemos. Esto lo hago porque no quiero cartas de tu parte, no quiero que seas un remitente, lo que quisiera de ti es, más bien, bastante simple: quisiera poder encapsular tus palabras recién salidas a la vida en tiempo presente, respondiendo a estas palabras que no puedo dejarte oír cuando estamos de frente. Por otra parte, también digo que te hablo porque a diferencia de la palabra escrita, la voz se apaga y se disuelve en la distancia. No importa cuanto esfuerzo pusiera para hacerte escuchar mi voz, los kilómetros que nos separan les darían muerte a cualquiera de mis sonidos. Pero aun estando cerca –que lo estamos seguido, claro– hay abismos que ahogan la voz en un silencio que pasa desapercibido porque no soy yo, en estricto sentido, quien se ausenta, son estas emociones que saltan unas sobre otras en un intento ambivalente entre supervivencia y suicidio las que terminan siendo atrapadas dentro de un velo de inexistencia a causa de mi mudez. Es por estas razones, entonces, que creo más adecuado decir que te hablo. Pero dejemos los detalles formales de lado. Aquí te quiero hablar de cómo estoy, a ver si te animas a preguntarlo más seguido. 

Últimamente mi corazón de ayer, mi corazón de hoy y mi corazón de mañana coinciden. Te preguntarás, supongo, cuál es el punto de convergencia. La respuesta es monosílaba, cliché y predecible por lo cual no haré referencia explícita a esta. No, aclaro, porque sea un misterio sino por un mero capricho y, sobre todo, por un orgullo infantil que me sobrecoge: porque no quiero decirlo, no quiero pronunciarlo, porque no se me antoja darte el gusto de nombrarte. Pero debes saber que a partir de esa contingente convergencia –porque, por fortuna, empiezo a comprender tu condición de contingencia– he empezado a tejer fuera de mi ensimismamiento. Me he aventurado a soltar la pesadumbre del presente fugaz del que te hablaba al comienzo y me he hallado atando lo que creía inatrapable. He encontrado ventura fuera de las palabras, fuera de la conservación escrita, y he podido percibirme como una realidad perdurable. Te he imitado en tu ligereza, en tu levedad y en tu dulzura; tanto así que, aunque estos tres rasgos en ti son solo aparentes, he adquirido la capacidad de saltar –sin perder mi sensibilidad– entre emociones que, lejos de ser cadáveres, ahora se me muestran como seres afortunadamente momentáneos que puedo revivir a mi gusto –algunos con un poco más de esfuerzo que con otros–. Esto no significa que ya nunca sea bombardeada por afectos como tampoco implica que el dolor crónico con el que se me impregnan los recuerdos se haya apaciguado por completo, pero sí ha ocurrido un cambio. He hallado calma y eres tú quien me arrastró hasta esto. ¡Ay! ¡tú! tantos efectos que se despliegan de tu presencia y que se te pasan desapercibidos. Las tensiones que evocas y provocas me han forzado a hallar un refugio entre la convulsión de la guerra que llevaba junto y contra mis emociones. Me has impulsado a salir del punto fijo con una bandera blanca rogando una tregua, me has lanzado a la tierra de nadie con la esperanza de hacer las paces porque por fin tengo la voluntad tan fuerte como para dejar la vida errática y quebrantada. Ya no quiero quebranto. Quiero que mi corazón pese menos que una pluma. Quiero ser como te veo yo a ti, quiero ser leve. Quiero que la música y el color que tienen los recuerdos empiecen a pesar lo mismo que pesan los acontecimientos, aquellos hechos que son simple y llanamente hechos sin sonidos ni matices de fondo.

Últimamente, escucha bien esto, ni siquiera tú me pesas tanto. Y aunque de cuando en cuando pienso que se trata de una resignación disfrazada, he logrado reconciliarme genuinamente con la idea de que quizás nunca nos querremos como alguna vez quise que lo hiciéramos. He estado abrazando –al principio sin ganas pero ahora con fuerza– la posibilidad de que este afecto volátil nos dure lo suficiente para que no nos duela, lo suficiente para ser felices –yo aquí y tú allá, coincidiendo sin pertenecernos, encontrándonos sin esperarnos– y lo suficiente para saciarnos momentáneamente sin esperar que calmemos nuestra sed de siglos. Es por eso que justo ahora te hablo de corrido y no en verso, porque al fin he arribado a unas aguas tranquilas en las que no haces vibrar mi nave. Te guardo, te tengo presente, te pienso; eso no cambia. Pero ya no vienes en forma de tormenta. Eres un rocío delicado. He aceptado que me basta saber que estás cerca, que estás a una llamada, a un café, a una sonrisa, a un abrazo. Porque ya no eres mi único deseo, ya no eres mi único sueño. Eres, por fin, aunque extraordinario y milagroso, uno entre los muchos que ha habido, uno entre los tantos que habrá. 

Habiendo dicho más de la cuenta, te confieso que te hablo ahora porque al fin poseo las certezas necesarias para prometerte algo: siempre tendremos lo suficiente para hacer vivir este cariño, para apreciar cada intensidad, para expandirlo hasta el tiempo y el lugar en el que lo lleguemos a necesitar, nunca nos faltará nada. 

Ahora dime, ¿me has alcanzado a escuchar?