Bitácora: María Luisa
Mi punto de apoyo
en el pasado y en el futuro es resbaladizo, la posesión de mi tiempo por mí va difiriéndose
siempre hasta el momento en que me comprenderé por entero, momento que no puede
llegar, dado que aún sería un momento, bordeado por un horizonte de futuro, que
a su vez tendría necesidad de desarrollo para poder ser comprendido.
Merleau-Ponty, El otro y el mundo humano
Veo una pared triangulada
por el sol que entra por la ventana del quinto piso. Veo desde la esquina de la
puerta a mi mamá pintándose los labios con un labial vino tinto antes de irse.
Escucho a mi papá contándome alguna historia para que parara de llorar. Me descubro
con los collares de mi hermana enredados en los dedos. Saboreo la sopa recién servida
en la mesa de mi abuela. Siento en mi cara la brisa que corría el primer día
del primer viaje que hice sola. Escucho el chillido de la mecedora. Siento cómo
las lágrimas me caían en las manos mientras me sentaba en la silla de una
iglesia.
Tengo impresiones de lo que
he sentido en cada uno de esos momentos, pero realmente no hay un cuadro claro de lo que he vivido. Mis
recuerdos no alcanzan la resolución mínima para crear una historia. Son
pinceladas caóticas que se alzan contra un lienzo que las absorbe con rapidez.
Entonces, pese a que aquellas tienen sentido en un primer acercamiento, en
tanto más me remonto a ellas, más distorsionadas se vuelven. Así es que entre
más nos acercamos a los recuerdos, más nos parecen malformaciones de lo que
hemos sentido. La memoria separada de la imaginación -si es que eso es posible-,
en últimas, se convierte en un artilugio engañoso, en un tropiezo
para la cordura.
Pensemos en un hombre que
va a dar su primer vistazo al mundo en la mañana de un día cualquiera. Muy
lentamente, mientras va abriendo los ojos, él empieza a capturar imágenes turbias
de su alrededor, pero esto se lo atribuye a la posición de sus parpados, los
cuales hasta ahora se están abriendo. Para sorpresa suya, esta esperanza desaparece pronto. Una vez tiene los ojos totalmente
abiertos no cambia nada: las cosas a su alrededor se ven bajo una nebulosa que
apenas le permite distinguir algunas figuras y colores. Desesperado, decide frotarse
los ojos e intentar disipar esa mirada borrosa. Sin embargo, esto resulta en
vano. Nada de lo que intente lo ayudará a ver mejor. Necesita un instrumento fuera de él mismo.
La mirada que tiene ese
hombre sobre el mundo que le rodea, somos todos nosotros cuando nos volteamos
con atención hacia los recuerdos. Tenemos un puñado de impresiones con un halo
de familiaridad que nos hace reconocerlas como nuestros recuerdos, pero cada
una, por separado, pierde su fondo, el horizonte que la fundamenta. Es como si tuviéramos
el tempo de una canción pegada a nosotros, y la melodía, en cambio, la escucháramos
entrecortada, distorsionada, lejana, sorda. No importa cuanto nos acerquemos a
los recuerdos, distinguimos los hechos con demasiada simpleza y generalidad.
Por más de que el hombre acerque su mirada a las cosas, ellas siguen siendo
manchas. Nuestra memoria es un pintor impresionista que usa residuos de lo que
vivimos para dotar de sentido cada nuevo momento, y crear un horizonte sobre el
cual germine una historia.
El estilo impresionista
de la memoria funciona hasta cierto punto, el hombre en algún momento va a
querer ver con nitidez el mundo, y así mismo, nosotros, frecuentemente,
queremos obtener recuerdos iluminados. Buscamos escenas bien hechas de lo que
hemos hecho, dicho, de donde hemos estado, de los rostros de las personas con quiénes hemos compartido. Luego, la imaginación resulta por ser las gafas que el hombre de mirada nebulosa necesita para ver con claridad coherente el mundo en el que se halla inmerso. Con ella dotamos a todo de una nueva tonalidad emocional, transformamos lo que hemos visto y con el tiempo, cada vez que
acudimos al recuerdo cambiamos algo más. Ya no es una malformación -no es
demasiado lejana, borrosa, ajena-, es una mirada perfeccionada hacia las cosas
que nos urge de cuando en cuando. La imaginación nos provee de una melodía que es siempre diferente, pero que es
clara, y con eso parece bastarnos.
María Luisa tiene 78
años, vive en un ancianato y tiene alzheimer. Cuando alguien llega a visitarla actúa como si reconociera a esa persona. Toma la misma actitud que el otro
le muestra. De repente canta canciones o bota una u otra frase en relación con
las conversaciones que escucha. María Luisa es como el hombre que mira al mundo entre figuras y colores
indistintos y borrosos, es decir, igual a todos nosotros, lo que sucede con ella es que un factor adicional está en juego. Ha perdido ese halo de familiaridad con el que nos reconocemos entre nuestros recuerdos. Es así que hay objetos importantes que perdió de vista, hay colores que no ve, figuras
que no distingue. Es como una ceguera parcial que su imaginación solo empeora. Sus
impresiones cada vez pierden más sentido, y todo arreglo se va pareciendo más y
más a una distorsión. María Luisa es libre de ella misma, sus momentos nacen de
la nada y mueren en la nada. No hay manera en la ella pueda encontrar algún orden en las pinceladas caóticas que, incluso, llegan a caer fuera del lienzo. Quizá sea solo ahí, en el lugar de María Luisa, donde nos comprendemos por completo.