C'est fini
Tu cuerpo desnudo por la niebla herida y
la sombra de nuestra inmunidad en los escombros
Fernando Noy
Siempre estuvo esa sombra que se
escabullía tras nosotros, que penetraba cada uno de nuestros recuerdos, era
amorfa y más oscura que las demás, ¿cómo no lo pude notar?, siempre fui muy
ingenua pero tan solo era una sombra, un espectro demacrado, la realidad en su
nivel más bajo, ella no tenía labios, ni piel, ni corazón, ni este llanto que
ahora me acompaña, pero aun así estaba por encima mío, fue su elección, sobre
mi carne, sobre mi humanidad, sobre mi mortalidad, prefirió un fantasma, salió
corriendo por el callejón, se arranco los ojos y se fundió con ella, y aun en su
ceguera la veía, su penumbra era ella, así me lo susurraba neurótico la ultima
noche que me pidió que lo acompañara a encontrarla y me rogó que entendiera,
que lo ayudara, pues si yo lo adoraba era mi deber guiarlo a la muerte si él
así lo quisiera, y fue así, cedí, solo quería tenerlo cerca. Yo lo amaba sobre
todas las cosas, sobre todos mis ídolos, sobre mi misma aunque eso fuera
demasiado poco, pero lo amaba, y mi sumisión era algo voluntario para hacerle
entender que me poseía, él me confeso todo, y me pidió que no lo dejara
solo en su desdicha y dolor por una sombra que lo poseía como él a mí, yo
tenia que entenderlo. Él sabía que no lo quería ver sufrir, y sí, tenia mucha razón,
no pensaba abandonarlo y no lo abandoné, él me siguió o yo lo seguí en su
idilio con una sombra, con la constante, con su ideal, no lo abandone solo para
que no le doliera la vida tanto como a mí. Yo lo amaba por encima de mi dolor.
Mi resignación crecía cada día cuando nos
besábamos en un parque para que ella apareciera, celosa, y ofuscada, esperando
a que él fuera tras ella o corriera tras la nada, que es lo mismo a fin de
cuentas, y todo para que él pudiera calmar su sed de contemplación a lo amado,
todo para que dejara de llorar un rato y se tuviera que refugiar en mis brazos
cuando de nuevo se fuera. Pero la resignación nunca sobrepaso al amor que le
guardaba, por eso yo aún le lloraba y le pedía que no me dejara,porqué nadie le
daría tanto de sí misma como yo se lo había dado, y lo abrazaba, lo besaba como
queriendo arrancar a esa sombra de su alma, lo aferraba a mí con él anhelo de
encadenarlo a mi cuerpo, de acoplar mis huesos con los suyos, lo abrazaba
entregándole mi vida, esperando que reaccionara ante mi boca roja, o mis ojos
vidriosos que le mendigaban su cordura para que se enamorara de nuevo, para que
se enamorara de mí. Nada funcionó, cuanto la mente se fracciona no hay amor que
reúna sus partes, no hay caricia que enternezca su padecer, y no hay dolor que
le cause misericordia. Pero aun así, yo seguí infalible leyéndole mis cartas
cuando dormía y sintiendo en cada letra lo ajeno que aquel hombre se había
vuelto de mí, aquel que me seguía llamado hermosa aun sin creerlo solo para que
me compadeciera de su gran amor no correspondido, de ese amor que me supero,
que me dejó sin él, suspendida en la tortura de cuidarlo mientras me destruía.
Por primera vez lo imaginado existió pues repercutió en una realidad además de
la de él: la mía.
Fueron doce años el tiempo en el que él me
quería agarrada a su pecho, y fueron veintinueve años en los que quise que él
se anclara al mío. Pero sobretodo fueron diecisiete años los que estuvo con
aquel espectro mientras yo le ayudaba a tenerla cada tarde saliendo al parque o al
callejón de la mano para llamar la atención de su amada, de su fiel amor. ¡Lo
amé sobre mi vida! Y aun haciendo lo que me pedía para lograr que ella lo amara, o al menos lo viera, él
decidió marcharse, decidió irse y aun no entiendo su egoísmo porqué lo ame
sobre el amor mismo con la inocente intención de poder tenerlo cerca, pero las
ordenes de una sombra que le pedían seguirla solo a ella y ya no a mí, fueron más que yo, mucho más. Y aunque la realidad socavaba en mí un vacío más grande que lo que yo era, la resignación nunca logro sobrepasar al amor,
fue la muerte quien lo hizo.
Así, una noche que íbamos juntos a
buscarla como tantas otras, él se soltó de mi brazo, desgarro mis labios,
corrió al fondo del pasillo que sería su morada eterna, y se mezcló con los fantasmas. Murió desangrado,
sin ojos para ver mis lágrimas, tirado en un pasadizo de cemento mientras
escribía en la palma de mi mano con sus dedos fríos y amorosos sin ningún
remordimiento "c'est fini" y luego posaba sus labios en su epitafio
invisible para darle la despedida a la locura que lo asesino, para volverse por
fin la extensión de cielo que yo siempre creí que era, y el amante de su
sombra, ganándose la eternidad junto a ella, acompañándole yo a la muerte.